Wednesday, January 15, 2020

PABLO MACERA (1929-2020)




Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107


Conocí quien era Pablo Macera primero por sus siempre polémicas declaraciones de los años 70 y 80. “El oráculo”, como lo llamaban, le era preguntado de todo lo humano y divino. Y sus respuestas siempre eran desconcertantes, que invitaban al debate. Las frases-choque que lo hicieron célebre (la más conocida fue “el Perú es un burdel”). En el Perú se había convertido en una suerte de mandarín a la usanza francesa. Esos grandes intelectuales que eran eje de la cultura y la política en Europa, sustitutos contemporáneos y laicos de los antiguos chamanes y sacerdotes a los que el rey y el pueblo iban en busca de respuestas.

Ello me motivó a leer sus Trabajos de Historia en cuatro tomos editados por el fenecido Instituto Nacional de Cultura (vueltos a reeditar últimamente por el Fondo Editorial del Congreso), ensayos principalmente de historia económica, una de mis pasiones de juventud. El enfoque era totalmente distinto al clásico de los grandes personajes, fechas y acontecimientos. Al igual que Julio Cotler (el otro gran crítico de la realidad nacional), hurgaba en los antecedentes de la Colonia la razón del fracaso de la promesa republicana. Luego, el imperdible diálogo con Jorge Basadre, editado por el sello Mosca Azul. Mano a mano entre los, por entonces, dos grandes historiadores vivos que tenía el país. Dos visiones que se complementaban sobre ese proyecto inacabado que es el Perú.

Curiosamente ambos dedicaron –al igual que Porras, el tercero en la “santísima trinidad” de la historiografía nacional- parte de su vida al ejercicio de la política. Y salieron decepcionados de la misma, regresando nuevamente a sus labores académicas. Se especuló mucho de la breve incursión de Macera en la lista del fujimorismo en las cruciales elecciones del 2000. Lo cierto es que, como declaró, jamás fue invitado por alguna lista de la izquierda a participar en política –quizás porqué también los zahería tanto como a la derecha- y al parecer también existieron razones económicas, dado que la pensión de profesor universitario no alcanzaba para cubrir los gastos corrientes.

A fin de explicar su autoritarismo político, Carmen McEvoy refiere que Macera pertenecía a la generación del 50, aquella que se adhiere a las ideas marxistas de la revolución socialista y la dictadura del proletariado, en vista del fracaso del proyecto aprista, el marasmo de las reformas del primer belaundismo y la derecha carente de un proyecto nacional. En ese sentido, el proyecto de gran parte de aquella generación estuvo marcado por la “lucha armada” leniniana para tomar el poder y cambiar las cosas, así como el desprecio a la democracia representativa, considerada “burguesa”. Allí se encuentran las raíces, digamos, “autoritarias” de Macera.

El oráculo dejo de ser consultado en los años 90, cuando el Perú comenzó a cambiar no en la dirección que supuso y se refugió en la historia del arte andino, en el célebre seminario de Historia rural andina que dictaba en San Marcos. Muchas de sus profecías jamás se cumplieron (creo que ni él mismo se tomaba tan en serio sus “augurios”). Más bien su intención fue agitar las dormidas aguas del “pensamiento nacional” (alguien dijo que en el Perú “todo se acojuda, hasta las moscas” y razón tenía), propiciar el debate y que salgan ideas nuevas. Puso una cuña en el pensamiento dominante de ese entonces, un marxismo de manual y unos líderes de izquierda de opereta, pero sin dejar de flagelar a la derecha escasa de ideas y de liderazgo. Como dice Hugo Neira, el mejor homenaje que se le puede rendir es ser sincero en lo que se dice, practicar la honestidad intelectual; aunque algo difícil, como lo reconoce, en un país de plagiadores y donde se practica el cálculo y la hipocresía en lo que se dice y hace.

Lo mejor que podemos hacer para rendirle tributo es volver a leer sus obras, que es lo más importante de su legado, y si no se han leído, vale el intento, uno no sale defraudado del maestro.




Monday, January 13, 2020

LAS MEMORIAS DE ALAN GARCÍA



Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com

@ejjj2107

Es raro que un político deje un libro de memorias. Quizás un tanto por sus ocupaciones del día a día les impide sentarse tranquilamente a reflexionar sobre lo vivido. Otro tanto por cálculo, prefieren no revelar detalles que conocieron estando en la más alta magistratura. Escribir unas memorias implica revelar un tanto secretos de los otros, conocidos directa o indirectamente, o revelar los propios que, por pudor o cálculo, se prefiere callar. Y otro más, porque carecen de las actitudes para escribir. No todos tienen esa cualidad y menos entre los políticos. Un ejemplo claro fue Fernando Belaunde Terry, brillante orador, gran estratega político (como el propio García lo reconoce), pero que no dejó unas memorias que hubiesen sido reveladores de sus dos gobiernos y de la rica vida política peruana de la segunda mitad del siglo XX.

Quien escribe sus memorias escribe sobretodo para que lo lean cuando ya no se encuentre en este mundo. Como toda memoria, es un recuento filtrado por lo subjetivo, a veces “acomodando” hechos y personas a gusto del narrador, dado que el propio personaje cuenta sus vivencias. No podemos demandar objetividad, más si como AGP pensaba iba a tener un lugar en la historia. Por ello hay “ajustes de cuentas” con enemigos políticos de la izquierda y la derecha, entretelones de sus dos gobiernos, donde justifica el primero desastroso –aunque reconoce grandes errores- y encomia en desmesura el segundo –como queriendo olvidar el desastre del primero-. Y también, por supuesto, reconoce el gran error de intentar una tercera postulación. Y, en el medio de todo, una idea se hace recurrente: irse de este mundo por la puerta grande, no enmarrocado ni humillado para goce de sus enemigos. En sus memorias había dejado huellas de su final dramático que ahora se hacen más claras.

Político controversial y polémico, desató fobias y pasiones; orador eximio que, como sus propios adversarios afirmaban, “podía convencer hasta a las mismas piedras”. Fue quizás uno de los últimos políticos de la vieja estirpe, de aquellos que levantaban multitudes gracias no solo a su verbo encendido sino también a su carisma; con un nivel cultural por encima del promedio de los actuales presidentes de la región. Devorador de libros, con una memoria privilegiada, que se refleja bien en su libro.

Son memorias solo políticas. El plano personal o familiar es tocado muy tangencialmente. Nacido en un hogar aprista, solo tres personajes merecen una atención afectiva-emocional superlativa: la abuela Celia, matriarca de la familia; el padre, Carlos García, perteneciente a la generación aprista de las catacumbas y encarnación del sentido  del deber; y, por supuesto, Víctor Raúl Haya de la Torre, suerte de padre sustituto y de factótum político, quien lo va a empujar a la vida política activa desde mediados de los años 70 con la convocatoria a la Asamblea Constituyente.

Pero también sus memorias reflejan afectos, como el que mantuvo hacia Alfonso Barrantes, ex aprista y luego socialista, el gran gestor de la unidad de la izquierda en los años 80. Como cuenta, Barrantes llevó el estilo aprista a la izquierda, tanto en ideas (nunca se calificó de marxista, sino “mariateguista”), como en organización partidaria. A otro que guarda afectos es al socialista Francois Mitterrand, dos veces presidente de Francia, con quien trabó mayor amistad en su exilio, y lo consideró como uno de los grandes de la política, no solo francesa, que supo tener paciencia y buscar la oportunidad para llegar al poder, cualidades que, a su entender, debe tener cualquier político.

En los recuentos, donde se nota más ponderación en lo reflexionado son en los años más remotos. Los 70 y parte de los 80. Críticas a la “impaciencia” de Víctor Raúl por alcanzar el poder (en contraste con Mitterrand), a quien ve más como el fundador de un gran partido, suerte de religión laica, y gran ideólogo, que como “político tactista” de la componenda diaria y el pacto, donde fracasó. Critica las alianzas con la derecha que llevaron al Apra a disminuir su número de militantes, incluyendo gente muy valiosa que pasó a la izquierda o al naciente Acción Popular, y dejar de ser la primera fuerza política del país. (Sus alianzas con la derecha fueron bastante calamitosas para la suerte futura del partido).

En eso más bien elogia a Fernando Belaunde Terry, de quien trasluce una secreta admiración. A su juicio cero ideólogo (su ideología se reducía al “Perú como doctrina”) pero excelente político del menudeo y el cabildeo que le ganó la presidencia al partido del pueblo en dos oportunidades y supo aprovechar ese antiaprismo en favor de su candidatura; y de quien aprendió el estilo convocante que el propio García usó muy bien en sus dos campañas que también lo llevaron a la presidencia. Con Belaunde tendría una excelente relación, con quien departía en Palacio de Gobierno incluso cuando FBT auspició la candidatura para la presidencia de Mario Vargas Llosa en 1990 y de la cual, nos revela, el arquitecto se arrepintió después, en vista las escasas condiciones políticas del célebre novelista. Nunca antes alguien estuvo tan cerca del poder y desperdició tantas oportunidades para llegar a él. (La campaña del Fredemo de 1990 puede ser un excelente manual de lo que un político no debe hacer). Curiosamente, ambos fundadores de partidos (Haya y Belaunde) se pueden jactar en el más allá que sus partidos son los únicos supérstites del siglo pasado.

El cisma del Apra, luego de la muerte de Víctor Raúl, no está ajeno al recuento y el perjuicio que significó al partido de la estrella. No solo de las ambiciones que se desataron en los líderes más connotados de aquellos años, sino de la pugna por la candidatura presidencial entre Andrés Townsend y Armando Villanueva que fue fatal para el Apra. Reconoce que Townsend era un candidato más convocante entre las clases medias no apristas que Villanueva, y tenía un buen número de seguidores en el Movimiento de Bases Hayistas que, entre otros factores, significó la derrota del partido en 1980. Pero, como señala Alan, la “marca Apra” la tenían ellos, los que se quedaron en Alfonso Ugarte, por lo que Townsend solo con su movimiento iba a ser difícil que remonte a las ligas mayores, lo cual en efecto sucedió así. Con los años, fue olvidado.

Dentro de los innumerables autores que cita, se nota que Maquiavelo es su guía. El gran florentino fue una inspiración constante del maniobreo político y es mencionado constantemente en sus memorias. Alan es un político en el ejercicio del poder antes que un teórico reflexivo sobre el mismo, por lo que las conclusiones que extrae de su experiencia política o la de otros son consejos prácticos de lo que se debe hacer o no, más allá de las valoraciones morales o éticas como aconsejaba Maquiavelo. Estamos seguros que en su interesante biblioteca personal debe tener más de una edición de El príncipe.

Hablando de Maquiavelo, tiene una cita de él que repite a lo largo de sus memorias: “Quien construye sobre el pueblo, construye sobre barro”. Alguien que sabe muy bien que el pueblo es ingrato –como lo sufrió en carne propia-, voluble y puede darle la espalda en cualquier momento; por lo que el príncipe debe buscar otros medios que permitan su permanencia en el poder como recomendaba el florentino. También se nota mucha admiración a la política italiana, por esa política de condotieros encarnada en Giulio Andreotti y Bettino Craxi, del socialcistianismo y el socialismo respectivamente. Una alianza que permitió la gobernanza en Italia gracias al pentapartito (coalición de socialistas, socialdemócratas, democratacristianos, republicanos y liberales) hasta que vino el proceso de mani pulite en los años 90 que, literalmente, barrió con la clase política italiana nacida luego de la II Guerra Mundial. (Paradójicamente la que sucedió luego no fue mejor, sino peor, como la encarnada en Silvio Berlusconi, la de los empresarios-políticos, que entran a la política para acrecentar su fortuna personal).

Decíamos que no podemos demandar objetividad en unas memorias. Las de AGP no son la excepción. Es un personaje de la política peruana que desea dejar una imagen de si mismo para la historia (en esa vanidad se parecía mucho a FBT), imagen quizás no tan fiel a la realidad. Hay que leer con cuidado muchos párrafos del libro donde, por ejemplo, frente a las múltiples acusaciones de sus adversarios se victimiza. Considera sus acusaciones como producto de la envidia o de conspiraciones políticas contra él. Ese argumento de la victimización hace que el lector sienta simpatía hacia el personaje, es un hábil recurso literario. Por ello deben leerse críticamente y tomar una razonable distancia con lo narrado y el personaje.

Bien escritas, con “nervio” y consejos prácticos para quien se inicie en las lides por el poder (como haría Maquiavelo). Hay mucha miga para quien quiera tener un recuento de primera mano; y, así como sucede con la valoración de los hechos históricos controversiales, ciertos personajes como AGP, requerirán la distancia y serenidad que solo el tiempo concede para aquilatarlos en su verdadera dimensión.

Eso sí, deploramos la edición de Planeta en su aspecto formal. Quizás por una economía de medios y que el precio no desborde demasiado en un libro de casi 500 páginas, los editores han preferido economizar y tenemos una edición casi sin márgenes, letra bastante apretada y en papel periódico. Ojalá en una segunda edición (que imaginamos va a circular) subsanen esas deficiencias físicas, así como algunas fechas inexactas, que no creo el error haya sido del autor, sino del uso del procesador de palabras que, a veces, juega malas pasadas, por lo que se debió haber tenido mayor cuidado en la revisión antes de ser impresas.





Monday, December 30, 2019

POPULISMO Y CORRUPCIÓN


Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107
 


Los gringos están conociendo lo qué es el populismo por la presidencia de Donald Trump, millonario excéntrico que, contra todo pronóstico, consiguió primero la nominación republicana y luego la presidencia.

Pero, ¿qué es el populismo?

El populismo puede entenderse como representar los intereses del pueblo, captar sus deseos y rabias más profundas y traducirlos en propuestas de gobierno y, de llegar al poder, en políticas de estado. En lo subjetivo requiere de un personaje carismático con arraigo popular; y en lo objetivo, realización de una serie de obras a favor de las mayorías.

En Perú y en muchos países de América Latina lo conocemos bien. La demanda de “obras sociales” por las necesidades más elementales, hace que los gobiernos y candidatos populistas sean más atractivos. Hemos tenido gobiernos populistas militares y civiles, de izquierda y de derecha. Militares como Perón, Velasco, Odría lo practicaron asiduamente. Y entre los presidentes civiles, los primeros gobiernos de Belaunde y García, Fujimori en sus diez años de gobierno, lo que le permitió consolidar un movimiento con base popular.

Lo importante es que el político populista haga obras. De allí el conocido dicho roba pero hace obra. No importa que los presupuestos estén inflados, sino la plasmación de obras que el usuario receptor de estas las puede ver y usar: El cemento antes que los valores. Y si no le cuesta al ciudadano, mucho mejor.

Precisamente esa moral laxa que tolera la corrupción, permite una prédica populista. No necesariamente obedece a que el pueblo, beneficiado con la obra, lo obligue la necesidad a dejar aparte los valores éticos. Ello no explica, por ejemplo, que la nueva clase media, los “nuevos ricos” o la clase alta tradicional tengan también esa misma pragmaticidad y tolerancia a la corrupción. Quizás debemos de buscar más en los antecedentes histórico-culturales de nuestro país –y por extensión de América Latina- para comprender la naturalidad con que se tolera y practica la corrupción desde la época de la colonia o, más contemporáneamente, en la gran informalidad económica y social, que hace percibir que ese robo al erario público tenga como “víctima” al estado y no al bolsillo del beneficiado (lo cual no sucedería si todos los ciudadanos pagasen impuestos, en vista que habría una conciencia de contribuyente más directa que en la actualidad sobre adónde va nuestro dinero que aportamos al estado).

Son disquisiciones que permiten explicar la alta tolerancia a la corrupción que existe en nuestro país (y que campañas políticas que contraponen honradez a corrupción no funcionen entre nosotros).

A modo de alivio, podemos señalar que en la región no estamos solos en este asunto de la corrupción y el populismo. Está México y la conocida “mordida”, por citar un país con el cual nos emparentamos mucho; quizás por haber sido ambos centros del poder virreinal español. En la lista de países con mayor percepción de corrupción se encuentran algunos vecinos nuestros. Pero, en contraposición, tenemos países donde el nivel de corrupción no es tan alto y existe un manejo más trasparente de los recursos públicos como Chile y Uruguay, ambos con niveles de percepción en corrupción muy bajos.

Tampoco podemos alegar que la corrupción sea propia de un gobierno o de un partido o sector político determinado. La corrupción no nace con un gobierno, aunque se ha percibido mucho más en ciertas administraciones (como la de Echenique en el siglo XIX a raíz de la riqueza del guano o la de Fujimori a fines del anterior siglo con el dinero de las privatizaciones). Tampoco es monopolio de la derecha, si nos atenemos a las denuncias de corrupción de gobiernos de izquierda. En ello es bastante plural.

Nosotros, en el frente interno, tampoco nos salvamos. A las ya conocidas denuncias contra los ex presidentes, tenemos las graves denuncias que pesan en nuestro medio sobre el gobierno izquierdista regional de Gregorio Santos en Cajamarca o el municipal de Susana Villarán.

Pero, ¿qué relación tienen gobiernos populistas con corrupción? El lazo se encuentra en las obras que se ejecutan “a favor del pueblo”, cuyos costos exceden lo razonable, encubiertas en una supuesta satisfacción de “demandas populares”. Casi siempre son “obras faraónicas”, de alto costo. Es lo que sucedió, por ejemplo, con el Metropolitano en la gestión anterior de Castañeda, que terminó costando seis veces más que el presupuesto inicial o la refinería de Talara en el gobierno de Humala, elefante blanco que ya bordea los 6,000 millones de dólares y no se termina.

En ese nivel de “las grandes obras” es donde se vislumbra con mayor nitidez la corrupción relacionada con el populismo sea nacional, municipal o regional.

En lo político una característica de los gobiernos populistas con instituciones débiles, es que muchas veces devienen en gobiernos autoritarios y con una gestión poco trasparente del uso de los recursos públicos, aplicando políticas de censura a la prensa y restricción de participación pública a la oposición, pudiendo devenir hasta en abierta dictadura como en la actual Venezuela y en Nicaragua.

Generalmente las obras populistas son de corto plazo, tratando de mantener “contento” al elector; pero pierden el horizonte de largo aliento, convirtiéndose más en remedio inmediato que solución a los problemas. (Fue el caso de la “liberalización del trasporte” y el Dec. Leg. 650 bajo el gobierno de Fujimori, que trajo alivio inmediato al trasporte público, pero a costa de saturar las avenidas de unidades pequeñas de pasajeros y empresas informales).

Asimismo, un gobierno populista si es investigado por corrupción, argumentará que se trata de una “persecución” por defender “los intereses del pueblo”. Es la coartada perfecta. Muchos se escudan en ello para no dar la cara por los latrocinios cometidos.

¿Es malo el populismo? No necesariamente. Pueden ser gobiernos populistas que destraben los prejuicios y limitaciones de clase, como el de Perón en Argentina o el de Velasco en Perú. Lo malo es cuando no existen controles institucionales y la corrupción y falta de trasparencia desborda al populismo.

Y en Estados Unidos el populismo de Trump obedece al malestar de una clase media trabajadora que ve disminuir sus ingresos reales y oportunidades laborales, debido a la globalización del capital. Vale decir que este produce el producto y lo vende ya no en los propios Estados Unidos como antaño, sino en distintas partes del mundo, donde le sea más rentable fabricarlo y ensamblarlo (leáse más barato) y donde el producto se venda a mejor precio. Jurídicamente esa globalización necesitaba tratados de libre comercio, lo que se ha conseguido con los acuerdos bilaterales, sellando esta internacionalización con el por ahora suspendido Acuerdo TrasPacífico (TPP).

Por eso Trump arremete contra los tratados comerciales, sabe que son lo más visible de esta gobalización y que muchos ven como la causa de su desgracia, cuando es apenas el síntoma. O proclama una “guerra comercial” contra China a fin de contener la competencia del gigante asiático. Igual sucede con los gastos dispendiosos de una burocracia asentada en organismos internacionales, algo que el contribuyente norteamericano promedio no ve como beneficio directo para él y la encuentra más bien “parasitaria”. Por ello Trump “ha prometido” que limitará los gastos en la OTAN, el Banco Mundial y el FMI, para destinarlo a la propia Norteamérica.

Quizás ese populismo sea síntoma también de una gradual decadencia del poderío norteamericano en todo sentido: político, económico y social. Sería irónico ver a los EEUU a mediados del siglo XXI en similares problemas que sus pares al sur del Río Grande.