Eduardo Jiménez J.
jimenezjeduardod@gmail.com
@ejj2107
Puede parecer una pregunta ociosa y
hasta demodé, pero un sector de la academia, “opinólogos” y también cierta
prensa, principalmente de derecha, tienden a tildar a gobiernos de izquierda de
todo tipo como “socialistas”, lo que se ha convertido en una muletilla. Pero,
¿existen actualmente los gobiernos socialistas stricto sensu?
Si
somos ortodoxos en la definición, no.
Carlos
Marx se preocupó más en estudiar la sociedad capitalista y las contradicciones
que iba generando, lo que la llevaría a su extinción, que en describir cómo
sería el mundo después. Nunca desarrolló prolijamente cómo sería el socialismo,
menos el comunismo, que son dos categorías diferentes.
En
Crítica al programa de Gotha (1875) Marx describe brevemente cómo sería
el socialismo y el comunismo. El socialismo sería una fase de transición entre
el capitalismo y el comunismo, donde se socializa los medios de
producción. Existe todavía propiedad privada, desigualdad y también estado. Por
medio de la violencia como partera de la historia (Marx dixit) se
llegaría al socialismo, siendo la clase obrera la abanderada de los desposeídos
del mundo, instaurando la dictadura del proletariado. No existe la democracia
como la entendemos ni tampoco los derechos humanos, categorías burguesas para
un socialista ortodoxo. Marx, ni tampoco su compañero de lucha Engels, señalan
cuánto duraría este tránsito, pero se estima que debería ser el tiempo
necesario para que distintos países, principalmente europeos (el filósofo
alemán era bastante eurocentrista), lleguen al socialismo y madurar así las
condiciones que puedan dar lugar a la siguiente etapa, el comunismo.
En
el comunismo los medios de producción son comunes a todos. Se abolió la
propiedad privada (origen de todos los males según el marxismo). Se sigue el
principio de a cada cual según su capacidad, y a cada cual según sus
necesidades, aludiendo a la equidad en la distribución de los recursos y
bienes. Ya no existe el estado ni tampoco las clases sociales, también habrían
terminado las guerras de rapiña en el mundo y esas enormes desigualdades
sociales y económicas serían cosa del pasado. Habríamos alcanzado el paraíso
en la tierra.
Las
experiencias socialistas que vimos en el siglo XX sólo se habrían quedado en la
primera etapa, el socialismo, dicho sea, con bastantes desviaciones a lo que
Marx ideó originalmente. Ninguna llegó al comunismo. A fines del siglo XX desapareció
por implosión la Unión Soviética, China se trasformó en socialismo de
mercado, y algunos vestigios del socialismo ortodoxo como Cuba o Corea del
Norte subsisten como rémoras del pasado.
Producida
la desaparición del campo socialista, en 1996 un sociólogo alemán, Heinz
Dieterich Steffan, acuña el término socialismo del siglo XXI. Omite la
dictadura del proletariado y la violencia como partera de la historia, y se
inclina por una transición pacífica al socialismo mediante la participación
plena de los ciudadanos, la cooperación de los pueblos y el avance científico. Pone
énfasis en la propiedad social y no la del estado, y un desarrollo humano
material y espiritual. Aparte de la democracia representativa, resalta la
democracia directa, la que ejerce el ciudadano sin representantes, tipo
asambleas, referéndums o iniciativas ciudadanas.
La
concepción de socialismo de Heinz Dieterich Steffan se inspira profundamente en
los llamados socialistas utópicos anteriores a Marx.
En
la región el primero que asumió el modelo de socialismo del siglo XXI,
adaptándolo al Caribe -gracias a los ingentes recursos del petróleo- fue Hugo
Chávez en Venezuela. Lo siguió Ecuador y Bolivia, con matices propios cada cual.
Es
discutible que en la actualidad en países como Venezuela o Nicaragua exista
este tipo de socialismo, sus gobiernos son dictaduras o satrapías como muchas
que han existido en América Latina. En Ecuador y Bolivia fueron desalojados del
poder vía elecciones pacíficas, algo contradictorio en un gobierno socialista
de dictadura pura y dura.
En
Europa cuando llega al poder el partido socialista en sus distintas versiones
nacionales, por extensión se alude a un “gobierno socialista”; pero, en
propiedad, son gobiernos socialdemócratas. Se encuentran perfectamente
insertados en el sistema político y funcionan con las reglas de la economía de
mercado, buscando distribuir mejor la riqueza vía tributos progresivos, salud y
educación de calidad para los de menores ingresos económicos, subsidios
focalizados, apoyo a los migrantes extranjeros de zonas de alto riesgo y ayudas
a los más pobres, pero actuando dentro de las reglas del capitalismo y la
democracia representativa. Ninguno intentó quedarse, por ejemplo, amañando
elecciones o suspendiéndolas, como sucede frecuentemente por esta parte del
mundo. En la región hemos tenido gobiernos de izquierda socialdemócrata con
características similares en Brasil, Chile o Uruguay.
Pero,
¿si no fueron gobiernos socialistas los de Venezuela, Ecuador o Bolivia, qué
fueron?
Fueron
gobiernos populistas, para ser más precisos, populistas de izquierda, radicales,
pero populistas al fin y al cabo. Ni remotamente fueron socialistas.
Como
decíamos en anterior artículo (El nacionalpopulismo), los populistas buscan ganarse las simpatías del elector, incluso con medidas que
colisionan contra el estado de derecho y la propia democracia. Captan muy bien
lo que la sociedad quiere en un momento determinado, sobre todo en tiempos de
crisis, además que un populista carismático establecerá un fuerte vínculo con
quienes representa. Se erigirá como su protector o, mejor aún, salvador nacional
en momentos críticos. Entre nosotros el populista carismático se asemeja al
caudillo. No existe una sólida institucionalidad, de allí que acapare todo el
poder.
Esas características
coinciden con las de un gobierno y un gobernante populista, sobre todo si es
carismático y tiene una fuerte conexión con el pueblo. Ni por asomo llegan a
ser socialistas, por más que se autodefinan como tales. Son sencilla y llanamente
populistas.
Algunos dirán que como
expropiaron empresas privadas y las nacionalizaron, son socialistas o peor aún
comunistas. Un gobierno populista y hasta un gobierno democrático expropia y
nacionaliza empresas. No es un rasgo exclusivo de un gobierno socialista. Por otro lado, la distribución de la riqueza
la realizan por medio de subsidios y precios controlados, pero a costa del
erario nacional. Se gasta más de lo que se tiene y la deuda se financia con empréstitos
o “la maquinita”, la emisión inorgánica de moneda. Lo que se busca es tener
contenta a la gente, con el bolsillo y el estómago lleno, para ser reelegidos
en sucesivos periodos de gobierno, muchas veces con mañas en el proceso
electoral e hipotecando el futuro de la nación.
La luna de miel con el
elector termina cuando los estómagos como los estantes de los mercados se
encuentran vacíos: la economía se vuelve inmanejable, no hay divisas
extranjeras, la gente rechaza la moneda local porque no vale nada, escasean los
bienes con precios controlados y sobreabundan en el mercado negro a precios inalcanzables
para el ciudadano de a pie, los aumentos de sueldos que decreta el gobierno se
los devora la inflación y el desgobierno es cosa de todos los días.
El populista de izquierda le
echará la culpa de todo el desaguisado al “imperio” y al sabotaje de la derecha
reaccionaria a un “gobierno del pueblo”.
Generalmente un populista de
izquierda deja más pobre a la nación de cuando entró a “servir al país”.
Dilapidan los recursos que encuentran, no exentos de corrupción y sobrecostos. De
allí que para mantenerse en el poder se convierten en dictaduras cuando pueden
y cuando no, deben presentarse a justas electorales, que, de perder, abandonan
el gobierno muy a su pesar, hastiado el ciudadano de tanto desatino, carestías
e inflación. En un gobierno socialista, stricto sensu, el poder no se
abandona por más que se tenga una baja legitimidad y la gente se muera de
hambre.
Gobiernos populistas, de
derecha o de izquierda, los hemos tenido en el pasado y en el presente (y estoy
seguro que en el futuro también los tendremos). Son peligrosos, porque
imperceptiblemente pueden caer en dictaduras “en nombre del pueblo”,
abandonando el sistema democrático dentro del cual fueron elegidos.
Mientras no existan instituciones
sólidas, una economía sana y próspera, que no dependa exclusivamente de los
recursos naturales, y sobre todo mientras no se corrijan las graves inequidades
que existen en América Latina, los tendremos en nuestro escenario político.