Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107
TERCERA
PARTE: AL RESCATE DE MI LAPTOP
La tecnología ayudó bastante para no
estar tan aislados. El smartphone fue
la gran herramienta para muchos. Gracias a él no solo pude estar al tanto de lo
que pasaba en el mundo y en mi país, sino que podía entrar a las redes
sociales.
No soy de los que usan las redes para
mandar fotos de su perro haciendo morisquetas o del propio dueño inventando
payasadas, como noté en varios perfiles, sino que las uso, principalmente
Facebook y Twitter, para expresar mi opinión. Aunque reconozco que soy una
especie en extinción, me considero un ciudadano en toda la extensión de la
palabra y las redes se han convertido en mi ágora para dar mi opinión sobre la
cosa pública, lo que nos interesa a todos. Sé que no es un criterio mayoritario,
pero considero un deber el intervenir en los temas, sobre todo, concernientes a
mi país.
Si bien el smartphone fue de gran ayuda, tenía todos los archivos en mi laptop
dejada en mi oficina por la cuarentena. Quería hacer varios trabajos
pendientes, entre ellos escribir una crónica sobre mis vivencias en el
confinamiento forzoso, y el celular (como decimos al móvil) no se prestaba
mucho para ello. No me quedó más remedio que ir contra la cuarentena y
atravesar dos distritos para llegar hasta mi oficina.
Todavía no estaban aplicando las
multas por salir indebidamente. Incluso daban pases con relativa facilidad, yo había
sacado uno para ver a mi esposa en Surco, donde estaba con su madre. Me dije,
si me sorprenden a lo sumo pasaré unas horas en la comisaría, así que me animé
a salir.
Era el primer sábado de la cuarentena.
Salí temprano. Había pocos carros y los puntos de control en los primeros días eran
bastante severos. Principalmente revisaban vehículos particulares y taxis. Si
iba en taxi, me dije, me iban a detener, y mi intento se vería frustrado. Decidí
hacer el viaje a pie. Me gusta caminar. Conozco la ruta. Fui cortando camino y
eludiendo los puntos de control. Los puntos de control estaban en intersecciones
de avenidas importantes, así que caminaba por calles laterales donde era muy
difícil encontrar un policía o un soldado.
Lo más incómodo era el sol. Estábamos
en los últimos días de verano y calentaba fuerte. Ni modo, pensé, continúo
nomás. Cuando en eso, faltando casi un kilómetro para llegar, aparece una combi
casi vacía y por un jirón donde estaba seguro no había policías. Hasta me
aceptó una “china” por el viaje. (“China” decimos a la moneda de cincuenta
centavos).
Llegue a mi oficina. Puse mi laptop y
otros accesorios en una bolsa de mercado.
Tuve el presentimiento que dejaría de usar mi oficina luego de muchos
años y de experiencias acumuladas. Allí conocí a mi esposa (atendí el divorcio
de su primer cónyuge), también allí escribí en plena quietud mis tesis, tanto
la de maestría como la de doctorado, redacté mis escritos judiciales cuando
litigaba asiduamente y era asesor de empresas, preparé mis materiales de clase
en la cátedra de la universidad y también allí escribí los artículos de mi blog
la escena contemporánea, nombre que
le puse como un pequeño homenaje a José Carlos Mariátegui. Guardo gratos
recuerdos de ese pequeño y acogedor lugar.
Para disimular coloqué pan encima y emprendí
el viaje de regreso. Ahora sí voy en carro, me las juego, me dije. Opté por un
vehículo de trasporte público que circunstancialmente pasó (había muy pocos en
esos días). No tuve problemas, salvo en un par de puntos de control donde el
policía paraba el carro para pedir los papeles al chófer. Solo casi al llegar a
mi destino, detiene un marino el vehículo y sube. Pide el DNI y el permiso para
viajar a los pasajeros. Se me hizo un nudo en la garganta, pensando iba a
preguntar dónde me dirigía y porqué estaba sin permiso (el que tenía para ver a
mi señora lo había dejado en casa); pero más allá de ver si mi foto del
documento de identidad concordaba con mi rostro, no me dijo nada y continuamos
tranquilos nuestro viaje.
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