Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107
Como millones de personas alrededor del mundo, fui uno
más de los que estuvo en aislamiento casi forzoso en su casa. Esta es una crónica
personal de lo que viví, escuché y sentí en aquellos 107 días de cuarentena en mi
país, Perú. Será publicada en diez entregas, cada una con un contenido temático
específico.
PRIMERA
PARTE: EL COVID LLEGA AL PERÚ
Nunca pensé que iba a vivir una
pandemia. Las conocía por historia: la peste negra que azoló Europa en el siglo
XIII, la viruela que arrebató la vida a los naturales americanos en el XVI más
que los arcabuces y las espadas de los conquistadores, o la gripe española que
azoló medio mundo hace cien años. Incluso veía lejano al Covid-19, que ya había
diezmado a una ciudad en China y a dos países de Europa. Lo veía como noticia
incluso no tan interesante como otras. Total, restando nuestros locales dengue
y cólera, y la siempre presente TBC, ya habíamos pasado por otras epidemias que
en el presente siglo llegaron a nuestras costas. Todas atacando las vías respiratorias: la gripe porcina, la
gripe aviar y ahora una supuestamente trasmitida de murciélago a hombre.
Es raro también ver las calles vacías.
Vivo cerca de una avenida bastante concurrida, día y noche es usual oír pasar
vehículos, incluso en horas de la madrugada. Y, ahora, desierta, apenas uno que
otro carro distraído y que a baja velocidad se detiene al llegar al punto de
control y verificar dónde se dirige y si cuenta con el salvoconducto necesario
para pasar de un distrito a otro. Creo que desde mi infancia no veo un viernes
santo tan tranquilo como ahora. Acostumbrado al bullicio de semana santa como
un feriado festivo, no puedo dar crédito a negocios cerrados, centros
comerciales igualmente clausurados, escasísima gente caminando, como si todos
estuvieran de acuerdo en guardar el día de la muerte del Señor. Y, para
completar el cuadro, toque de queda de 11 horas (bajadas en Lima a 10 y ahora
último a 7), control y patrullaje militar, armas en ristre y todos,
absolutamente todos, con mascarillas. Me parece que estoy dentro de uno de esos
filmes apocalípticos donde los zombis ya nos invadieron y los escasos humanos
que hemos escapado a la furia de los muertos-vivientes luchamos con la poca
energía que nos queda por precisamente sobrevivir.
Las mascarillas fue un giro en los
usos de los peruanos. Nosotros somos creativos pero indisciplinados, no nos
gusta tampoco cumplir la ley (costumbre que nos viene desde que éramos colonia
de España). Cuando un 6 de Marzo de 2020, el presidente de la república anunció
el primer caso detectado de coronavirus en el país y se recomendó las
precauciones necesarias (distancia de persona a persona, lavarse constantemente
las manos, evitar las aglomeraciones), se veía en la ciudad apenas uno que otro
con su mascarilla, casi siempre mujeres, y nadie guardaba en las filas el
distanciamiento de rigor. Algo medio ridículo entre nosotros que estamos
acostumbrados al roce de unos con otros, al apapacho, al beso con todo.
Sinceramente, los veía como seres
raros a los que ya estaban con su mascarilla puesta, exagerados en la
protección. Los médicos nos recomendaban en ese momento que solo debían ser
usadas por pacientes enfermos, no los sanos. Yo mismo no la usé hasta bien
entrada la cuarentena. Incluso fui a vacunarme contra el neumococo sin mascarilla.
Nadie me dijo nada en la posta médica. Y ahora cualquier policía en la calle
puede pararte para obligar a usarla. A mí ya me pasó. Me la había quitado al
regreso de mis compras. Me siento más libre para respirar, pero cerca de un
punto de control por el que debía pasar me detienen para que me coloque la
dichosa mascarilla, con sermón incluido (“a sus años señor, debería tener más
cuidado” etc., etc.). Tenía ganas de mandar al policía a la misma, misma, de
espetarle “a usted que le importa”, pero sopesé los pros y contras y la verdad
no tenía ganas de pasar unas horas en la comisaría, así que me la puse de nuevo
y ya cuando estaba lejos de su alcance me la volví a quitar.
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